Arena y sol

Javier es de una aldea del Cabo de Gata, en Almería. Nació en un paraíso natural, desde el que cuesta una hora ir al hospital en el autobús que recorre las aldeas y cortijos por estrechas carreteras entre invernaderos. Es un autobús viejo, con un motor que suena como una cafetera; por supuesto, ni el cambio es automático, ni funciona el aire acondicionado ni se pueden bajar las ventanillas. Sale cada mañana temprano y vuelve a primera hora de la tarde desde el Hospital de Especialidades de Níjar.
Cuando se cruza con uno de los camiones que cargan la hortaliza, uno de los dos debe retroceder hasta un lugar en el que hacer la maniobra para cruzarse. Se estropea a menudo. Los viajeros, entonces, deben confiar en que el dueño de un invernadero les permita cobijarse a la sombra hasta que llegue otro autobús que lo sustituya.
Los pacientes son gente nacida en los pueblos humildes de esta tierra árida, que hasta la anterior generación vivía de la leche de las cabras, de lo que daba el mar quien tenía barca y de un pequeño huerto que en verano se agostaba sin remedio. Ahora, hay cuatro terratenientes que viven del invernadero. El resto, los que no se han ido, lo hacen de los subsidios, de los sueldos de miseria, de la solidaridad. Los chiquillos, tan renegridos como cualquier magrebí recién llegado, iban a la escuela y se enteraban de que, algo más lejos, se podía estudiar para ser «hombres de provecho», que, sobre todo, significaba escapar de la arena, el sol y la miseria. Y con la piel quemada, un pequeño equipaje y lo que a los padres les costaba la vida, se sacaban el bachillerato y no volvían nunca a las casitas bajas de cal blanca, a la red remendada, a ordeñar una cabra vieja y seca.
A Javier le dicen «el Negro». Muchos años atrás escapó de su aldea, estudió en Níjar y se apuntó a una escuela de cocina en Almería. Se dejó la piel en chiringuitos de playa, bares, fondas de medio pelo, restaurantes de carretera y, poco a poco, fue haciéndose un currículum, hasta llegar a dirigir la cocina de un hotel de cinco estrellas en Barcelona, donde, de vez en cuando, se escapaba hasta al mar para sentir el sabor de la sal en los labios y el deslizar de la arena entre los dedos. Hasta que un día, harto de lo más alto y corrompido, vio la oferta del balneario en las montañas, a quince kilómetros de curvas del último pueblo escasamente habitado en las montañas del Pirineo Aragonés y, sin pensarlo dos veces, se presentó al puesto. Al día siguiente le dijeron que empezase cuanto antes. Agarró a Marinela, su mujer, y a un chiquillo que tenían a medias y se los llevó a un sitio donde no había verano, ni gente joven, ni discotecas, ni puticlubs, ni drogas.
Pero la mujer no fue capaz de digerir aquel sistema de desintoxicación sin metadona. Escapó un par de meses después, dejándole al niño, sin siquiera una carta de despedida. Al año volvió, más delgada y enferma que nunca, a abrazar a su hijo y morirse en veinte días. Dio el tiempo justo de que los casase el juez de paz para que el niño tuviese un padre. Javier pagó un nicho y la enterró en el cementerio del pueblo. Cuando libraba en el trabajo, se llevaba al chiquillo de excursión, le enseñaba a montar en bicicleta, a andar con las raquetas en la nieve, a tocar la guitarra y a ser feliz entre unas cosas y otras. Porque la muerte le mostró de cerca que valía más tener sueños pequeños y disfrutar del niño que ahora sí era suyo, que escapar de la vida clavándose una aguja.
Ver al chico sin madre le hizo a Javier añorar más a la suya, que seguía viviendo en su casita baja del Cabo de Gata, a una hora en autobús del hospital más próximo. A ese hospital al que no llegó su padre a tiempo para salvarse de un infarto. Para entonces ella ya no quiso dejar sus redes, aunque casi no quedasen ya ni barcas ni hombres en la aldea; ni tampoco su casa, ni su huerto, ni su cabra; ni la chumbera apoyada en la pared encalada, al lado de la puerta. Hizo Javier de nuevo el largo viaje hasta Almería y la encontró arrugadita como un dátil, pero entera de cabeza. En el huerto sólo quedaba la higuera y un par de gallinas viejas que picoteaban la tierra entre los geranios. Por más que insistió, tampoco quiso irse esta vez con ellos la mujer. Y menos, decía, a un sitio sin arena, sin mar, metido entre montañas que apenas dejaban asomarse al sol un rato corto. Ni hablar, decía. Mandó una misa por su nuera, a la que apenas conocía de un día y una noche, de un viaje de ida y vuelta, y miró al nieto —aunque no era su nieto, pero otro no había— un largo rato para aprenderse sus rasgos de memoria, porque ya no tenía nada que ver con el de la fotografía que tenía en el comedor, de cuando aún era un bebé y el Negro acababa de recogerlos, a la chica y al niño.
Marinela no recordaba cuándo empezó a tontear con las drogas, ni si lo que tomó primero fueron pastillas, polvos o hierbas. Quizá fue todo a la vez, porque se le mezcla en una nebulosa de billares y playa, de carreras locas por el instituto, de manifestaciones estudiantiles y besos de colores. De autobuses de ida y vuelta, del pueblo grande al chico, cada día, de lunes a viernes. Sola, porque ya no quedaban jóvenes en la aldea. De música y sexo en camas sucias, entre las palizas de su padre y el entierro de su abuela, la única mujer del mundo a la que había admirado, tan fuerte, tan cabal, tan generosa, tan comprensiva, tan trabajadora, tan limpia. De su madre sólo sabía el nombre. Nadie la nombraba nunca.
A punto estuvo de salir del círculo vicioso cuando la abuela se hizo cargo de ella y de su hermano. El padre, esta vez, no saldría tan pronto de la cárcel. La abuela María le dijo que podían quedarse allí, pero que tendría que hacerse cargo del chiquillo, ir al instituto cada día en autobús, media hora de ida y otra de vuelta, y echar una mano en la casa. Y si no le gustaba, el centro de acogida en Barcelona podía ser igual de buen hotel para los dos. Porque ella bastante esclavitud tenía con las vacas, que le obligaban a llevar horarios incompatibles con las criaturas. Marinela no se lo pensó. Conocía a más de uno que había pasado por el centro y, aunque siempre había pensado que exageraban, ninguno había contado nada bueno. Más valía la casa de la abuela, el autobús de madrugada, el pueblo del monte cada día más vacío.
Tuvo que acostumbrarse al despertador; a vestir a su hermano, llevarlo a casa de una vecina y coger el autobús que la acercaba al instituto. A pesar de su temor, no fue mal acogida: enseguida un grupo de chicas se acercó a ella y le hicieron hablar de Barcelona. Y un muchacho tímido no le quitaba el ojo de encima, sonrojándose cada vez que se cruzaban sus miradas.
La abuela regresaba a casa y encontraba al pequeño dormido en el sofá con la tele encendida y a Marinela estudiando en la mesa camilla, con la cesta de su labor apartada a un lado y el flexo apuntando al libro. Miraba su espalda aún frágil, de quinceañera, y sacaba fuerzas de flaqueza para aguantar un año más, que el cáncer no la devorase, que su hija —donde fuera— estuviera limpia de la droga y su yerno saliera de la cárcel, que pudieran quedarse en la casita del monte, sin alquiler, sin gastos, con las cuatro perras que tenía ahorradas ella, y a ver si el desgraciado no se metía en líos y se cuidaba de las vacas, arreglaba el gallinero, la huerta, los corrales, el monte de almendros y olivos, que poco más hacía falta para sobrevivir.
El muchacho se llamaba José Luis. Tan tímido como parecía y sabía ya que un poema de amor te pone a la muchacha más guapa de clase a tiro. Y aunque Marinela estaba resabiada de muchas cosas, Neruda no falla nunca a esas edades. Eran dos personas solitarias que se refugiaban el uno en el otro, el otro en el uno. Vivieron un amor adolescente como todos los amores adolescentes: no hubo otro más grande, ni más hondo, ni más para siempre. Se entregaron con toda la pasión de sus cuerpos inexpertos y sus sentimientos exaltados, con ingenuidad y arrojo, sin medir consecuencias. Nada importaba más que ellos. Cuando podían estar juntos, lo estaban. Cuando no, seguían unidos por cables, ondas, papeles, llamadas, cartas, secretos, fetiches, regalos, promesas. Era tan fácil como vivir en el amor todo el tiempo que estaban despiertos y juntos, y soñarlo cuando dormían separados. Después, una vez calmado el ardor de principiantes, tuvieron cabida los amigos, los juegos, las salidas, las fiestas, el alcohol… Fue José Luis el que consiguió las pastillas que les volvían locos. Y luego más, y más… Y Marinela, que perdía el autobús un día sí y otro también.
La abuela María amenazó con castigarla, con encerrarla, con echarla y con morirse. Sólo cumplió la última promesa: el día que Marinela cumplía dieciocho años, enterraba a su abuela. Ya no era la novia de José Luis, aunque a veces bebían y follaban por los viejos tiempos. Ahora sus amantes eran las drogas, su cuerpo de quien se las proporcionase. Su hermano había crecido con los ojos muy grandes y la boca muy cerrada, pero entendía a las vacas tan bien como la abuela. Él cuidó de las gallinas y los almendros, acabó la secundaria y se hizo cargo de la vaquería. Años después le pagó a Marinela el primer centro de desintoxicación.
Marinela, a veces, volvía a casa, estaba unos días, le robaba dinero y desaparecía de nuevo. En algún momento, entre burdel y burdel, se quedó preñada y dio a luz un chico que no lloraba y tenía los ojos grandes y siempre abiertos. En algún momento trabajó en un hotel y conoció a Javier, el Negro, un andaluz que cocinaba como los ángeles y que se hizo cargo de ella y del bebé. En algún momento, después de un largo viaje, durmió en una casita baja encalada, con gallinas en el huerto y el murmullo de las olas en la orilla. En otra casita baja, no muy lejos, una mujer de ojos grandes hacía tatuajes y colgantes con conchas y piedras de la playa. Había llegado a la aldea sola, muchos años antes, también recién salida del abrazo mortal de la heroína. Sin pasado, sin familia y sin memoria. En su carnet de identidad ponía que había nacido en un pueblo que ya casi ni aparecía en los mapas. Era su madre, la madre de Marinela, pero ninguna de las dos lo supo nunca.
En la aldea del Cabo de Gata, en Almería, la campana de la aldea redobla por Úrsula, la madre de Javier, el Negro, la que nunca quiso dejar su casita baja con huerto junto al mar, ni cambiar de arena y de sol para irse a vivir con su hijo a Barcelona, como habían ido haciendo, poco a poco, casi todos los vecinos de aquel lugar tan blanco y pobre, con su calita azul rodeada de invernaderos. Y mucho menos a aquel otro despoblado entre montañas, con el hospital a una hora de curvas si la nieve lo permitía.
Cuando Javier, el Negro, y el chico vuelven de dejar una urna con las cenizas de Úrsula en el pequeño cementerio encalado, se acercan a la playa. En la plazuela que se abre al viejo puerto sin barcas, algunos hippies trasnochados han montado puestos con artesanías propias: tejidos, talla en madera, bisuterías, lienzos llenos de azul. En uno de ellos, una mujer mayor, de edad indescifrable, vende collares y hace tatuajes. El chico pide un nombre en el antebrazo —Marinela—. El Negro, que acaba de enterrar a su madre, no sabe negárselo. La mujer sin edad ha dado un leve respingo al oírlo, como un cortocircuito en su cerebro.
—¿Dónde está Marinela? — le pregunta al adolescente.
—Murió. Ya se me está olvidando, por eso quiero el tatoo —le contesta él, tímido, mirándola con sus ojos tan grandes, iguales a los de ella.
Publicado en el libro Terra Vacua, de la selección de relatos del concurso de Tertulia Albada.