Brindis de Ariadna

Tomaba conmigo una copa cada noche, antes de irse a dormir. Las llamas de la chimenea teñían con matices cálidos, llenos de una luz como nunca la vimos en nuestra fría tierra, el vino siempre blanco de sus islas. Sus mejillas enrojecían, quién sabe si por el fuego o por el caldo que daba brillo a sus ojos y desataba su lengua cuando contaba una leyenda en la que se enredaban las viñas y los dioses. Cada día levemente distinta, como si noche a noche recorriese los pasillos casi idénticos de un laberinto. Supongo que encontró la salida, porque una mañana ya no apareció más. En su habitación encontré un ovillo vulgar, de lana de color amarillo, un planisferio en el que estaba marcada la constelación que representa la corona de su nombre y un cuaderno azul, del color del Egeo, con su relato. Aquel que tantas veces, quizás un poco ebria, me había narrado.

Se llamaba Ariadna Neanidis y procedía de Grecia. La contraté como sumiller tras una entrevista en la que demostró sin duda alguna su talento. Las trenzas rubias la hacían parecer más una diosa nórdica que una princesa cretense. Pero, aunque ya no esté, sé bien que se llamaba Ariadna, Ariadna Neanidis, y me contó —o a veces les hablaba a las islas— que hizo un viaje.

Hizo un viaje. Tras perderse, los vientos etesios la llevaron de isla en isla hasta el amanecer. Amaneció ante Creta, del color de la piel de quien la habita, curtida por el trabajo y por el sol. Verde de olivo y viñas, blanca de piedra, roja de tierra, azul oscuro el mar que la circunda.

Hizo un viaje. Buscaba la belleza del olvido y soledad y paz. Volvió a su origen y recorrió caminos buscando antiguas huellas. Las halló intactas, palabras en la piedra, leyes transcriptas por los dioses. La raíz de un olivo milenario hendía las rocas y remarcaba que nada es eterno en el tiempo del hombre.

Hizo un viaje para curar heridas. Quiso trepar hasta la cima de su más alta montaña: desde allí todo era cobalto alrededor, espumas jugando con las hojas de las vides que extendían sus ramas hacia el mar. Los destellos del sol en las aguas transparentes la obligaron a cerrar los ojos.

Volvió a perderse. Un viento helado enredó sus cabellos.

Para refugiarse, se escondió en la boca de una cueva. Sintió el aliento de Zeus enamorando a Europa, embriagándola con el vino blanco, tan transparente y fresco, tan amable en la boca sedienta, ahíta de queso y aceitunas, tomate y berenjenas aliñadas con el aceite puro que regalaba su tierra. Dentro de la gruta, descendió por un palacio de cal y agua esculpida, de columnas y estatuas, de rocas suaves como la piel, cálidas como una noche sin estrellas, húmedas y entregadas al sexo entre los dioses del que nacería Minos, su padre.

Por eso estaba allí —pensé—, llorando, amparada por la oscuridad subterránea, temiendo y deseando resbalar entre las piedras taladradas gota a gota por el tiempo infinito y el agua que circula, lenta, por el interior del laberinto. Y dijo —tal vez algo ebria—: «Voy en busca de tu cadáver, hermoso Minotauro, hermano mío traicionado, para brindar por ti y recoger tus restos, tu noble testuz de toro, tus cuernos gemelos que puliré hasta que sean suaves, brillantes como vasos, dignos del mejor vino que me ofrezcan las uvas de esta isla cálida y serena».

Pero.., ¿qué se enredó a sus pies? ¿Qué telarañas crecían en el fondo del laberinto? ¿Quién la llamaba? ¿Era Creta? ¿O tú, la fértil Naxos, adonde fue Zeus, su padre? ¿O era su padre Minos? Continuaba hablando, ya perdida en su ensueño:

«¿Quién eres? ¡Di! ¿Quién me detiene, quién retiene mi avance? ¿Eres tú, Dionisios, esposo bienamado? No, es imposible: tú, que me enseñaste la multiplicidad de los caminos, la posibilidad de las máscaras, la propia identidad de mis infinitos límites, no puedes ser quien me vede el acceso al centro de mí misma. Entonces… Soy yo: yo soy el ovillo, soy yo, encerrada en mi propio laberinto, es el temor del conocimiento lo que me paraliza».

Hizo un viaje para escapar de la inmovilidad del llanto y está de nuevo aquí, temblorosa y perdida en la oscuridad, olvidada por los dioses, acurrucada sobre sí misma, abrazada a sus piernas frente al fuego. Entonces encuentra, enredado a sus tobillos, el hilo dorado y la fuerza para levantarse y seguirlo, trepar los resbaladizos escalones y subir hacia su habitación, o hacia la boca de la cueva, o del palacio de mármol: escapar del laberinto, salir a la luz de la luna y encontrar a sus pies la belleza de la meseta salpicada de molinos, las generosas viñas y sus oscuros verdes y brindar por mí:

«Por ti» —dijo al ver que la seguía, mirándome sin verme—, «apuro el vaso de este vino luminoso».

Hizo un viaje en busca de sí misma, del origen de la vid y del amor, del hombre y de los dioses. Así aprendió a juzgar todos los vinos, hasta encontrar aquél que la salvó, el que estaba tan cerca de su alma.

Creo que un día, antes de la hora del fuego, alzó la copa al sol que se ocultaba tras las montañas violetas y teñía de rojo los vinos blancos de Naxos y de Creta. Dejó caer el ovillo dorado y una corona de papel de plata nunca más necesaria y se fue para siempre, quizá un poco borracha.

            Ariadna me dejó una extraordinaria carta de vinos blancos griegos y el regalo de haber probado, sólo por una vez, los labios de una auténtica princesa inmortalizada por Zeus. Una vez sólo la besé tras beber de su vino frente al fuego. Sin pedirle permiso, quizá yo también algo embriagado. Por eso ella se fue y ahora la lloro y busco, en el cielo tan frío de mi tierra, su corona de estrellas.

2 Comentarios

Únete a la conversación y cuéntanos tu opinión.

AnaFelyrespuesta
11 marzo, 2019 en 13:18

Me has hecho pasar frío en la cueva, he sentido mis pies enredados por ese hilo del ovillo…
Eres genial!!! ? ? Gracias por aportar ilusión a mi vida

Dies Iraerespuesta
13 marzo, 2019 en 21:20
– En respuesta a: AnaFely

Qué bien, AnaFely. Gracias a ti por tu cariño constante. Un besazo.

Deja un comentario