Debilidades
No tenías ninguna,
yo sólo una,
que amaba.
Bertolt Brecht
Sería hermoso emprender un viaje por cada surco del rostro, por cada arruga, por cada cicatriz. Encontrar el eco de las señales, recordar aquello que nos hizo reír o llorar. Cuál fue exactamente el disgusto que inició la línea del entrecejo, a qué palabras dulces debemos esa marca de sonrisa que quedó fijada en el límite del labio. Por qué o por quién achicamos los ojos, qué sorpresa nos obligó a enarcar las cejas de ese modo.
Cuándo perdieron nuestros ojos su brillo o por qué volvieron a chispear alegres como el fuego en invierno. Qué mirada atenta descubrió la primera cana, la precursora. Qué mediodía al sol provocó esa mancha, qué hielo nos quitó el rubor.
Adentrarnos en nuestra imagen sin miedo y sin prejuicios, leerla como un libro, demorarnos en los recuerdos. Asumir lo que somos, lo que hemos aprendido de la vida.
Es la huella del tiempo lo que queda en el rostro. Cada año, cada estación, cada mes con sus días, sus horas y minutos, lo han ido esculpiendo. Es lo que vemos en el espejo: lo que nos ha regalado su paso. De viejos, todos tenemos la cara que nos merecemos, dicen.
Y cuando del libro de la vida hayamos pasado la última página escrita, nos queda decidir qué haremos con las hojas en blanco; elegir qué podemos aprender todavía.
Ella, de momento, se quedó satisfecha. No estuvo mal su libro; aprendió de lo malo, disfrutó de lo bueno, no tuvo grandes quejas por lo que quedó atrás. Tampoco añoró lo no vivido: eligió despacio su camino, supo lo que perdía, no hubo resentimientos.
Le quedaban, a estas alturas, pocos deseos reales por cumplir. Ya no le apetecían los viajes como antes. De casa le sobraban varias habitaciones y la mitad del ropero. Había regalado casi todos los libros y muchísima música. Su salud era buena, pero los excesos de comida y bebida la dejaban fatal. Como un pajarito, comía saludablemente y se mantenía en buen estado físico.
Cuando necesitaba compañía, sólo tenía que marcar en el móvil un número: sus hijos, sus amigas, incluso su ex-marido la mimaban con celo. Cuando quería darla, sabía siempre dónde iba a ser bien recibida. Huía sin agobios del frío intenso del invierno y del calor excesivo del verano. No le faltaba nunca nada imprescindible.
Continuó, de momento, con su vida, sin pensar en el libro.
Y sin embargo, las páginas en blanco empezaron a colarse de vez en cuando en su memoria. Tan sólo por unos segundos, al principio, y luego más y más… Hasta que una tarde se acercó al espejo y las buscó: seguían en blanco, nada nuevo había en ellas desde entonces.
No era mujer de dejar cosas sin solucionar. Se preparó un té humeante, se echó una rebeca sobre los hombros y salió a la terraza a tomárselo mientras contemplaba el crepúsculo. Sabía que tenía que buscar la forma de encontrar un buen final para su historia. “¿Qué es, –se preguntó– lo más hermoso que la vida me ha enseñado? ¿Qué es lo que merecería la pena disfrutar de nuevo, sacarle aún más jugo, dejar como epitafio?”
El sol se ocultó tras la colina y las sombras se apoderaron poco a poco del paisaje. La mujer, aún hermosa en su ocaso, se levantó del sillón y descendió los escalones que le separaban del jardín. Entonces hundió sus brazos en el romero, retorciendo las ramas con las manos, arrancando las pequeñas flores de color violeta. Luego se frotó con ellas el escote, el cuello, la nuca. Con los ojos cerrados, sintió cómo el perfume la invadía y sonrió. La sombra de una nueva arruga se dibujó leve, casi imperceptible, en su rostro.
Publicado en Aprender y gozar con los libros – 2, del Centro Público de Educación de Personas Adultas Alfindén. 2009
2 Comentarios
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Quel beau texte, chère Irae. El paso del tiempo, que va transformando todos esos momentos vividos en sabias arrugas y en versos escritos sobre las páginas en blanco del libro de la vida.
Precioso. Me ha encantado.
Félicitations!
Un vieux admirateur de la Nouvelle France.
Merci, mon cher. And always look on the bright side of life!