La república poética
«Amaneció en el bosque como si un millón de pájaros ejecutasen un coro de Aleluyas y Kiries, y despertasen con ellos a todos sus habitantes. Sólo el búho escondió, molesto, la cabeza bajo el ala, desentendiéndose de tal algarabía. Integral se desperezó en su rama, bajó del árbol, montó a Infinito y se adentró hacia donde se escuchaba un inconfundible rumor de agua. Siguió luego su orilla hasta llegar a un lago que se extendía como cristal pulido ante sus ojos. El vaho que emanaba de él impedía la vista del horizonte. Pájaros y ardillas, libélulas y mariposas, se apartaban de los cascos del caballo. Una ligera brisa agitaba las hojas y las flores. Ni una nube rompía la monotonía de un cielo doloroso de tan azul. Ni un solo presagio amenazaba peligro.
Mientras tanto, Seudónimo, en sus aposentos de palacio, había pasado una noche extraña, llena de sobresaltos y pesadillas relacionados con el pantano. En las caballerizas reales, antes de amanecer, ya estaban los palafreneros unciendo cuatro bueyes a una carreta sobre la que descansaba una barca de escaso fondo y tres pértigas. Al aparecer el príncipe pertrechado con botas de agua en lugar de sus botines de cuero claveteados en plata, su madre la Reina elevó los ojos al cielo y musitó una oración. Aquel hijo era especial, desde luego. Pero a sus veinte años debía elegir su propio camino. Geógrafo explorador, decía. En fin. Peor habría sido verle dedicado a la estadística.
Cuando Seudónimo escuchó los gritos de la muchacha y vio a Infinito hundido hasta el vientre en el lodazal, redobló el esfuerzo con que impulsaba la barca para acercarse a ellos. Nada pudo hacer por el caballo, pero, arriesgando la vida, ayudó a la doncella a ponerse a salvo, trasladándola en brazos desde la grupa del corcel hasta la seguridad de su chalana. Luego se dio cuenta de que lo había hecho sin meditar argumento ninguno. No hubo planteamiento ni estructura, tan solo un feliz desenlace. La única definición o adjetivo para su actuación que le vino a la mente fue «quijotada».
(Fotografía de Annie Leibovitz)
Y es que, en el País de las Palabras, la reina tenía una miríada de hijas y un solo hijo, Seudónimo. Las princesas se enamoraban del ingenio de sus súbditos y sus brillantes discursos. Se casaban y formaban familias de cuentos, novelas, ensayos… Escribían edictos, decretos y leyes que mantenían el reino en paz. Pero éste se arruinaba, desangrado en metáforas sin cuenta… El Príncipe Seudónimo, mientras, vivía perdido en aliteraciones y desertaba espantado de la fantasía. Daba largos paseos en un potro alazán recorriendo las fronteras de su reino. En una de ellas, jamás cruzada, un terreno pantanoso le dificultaba el paso. Aquí y allá, troncos petrificados se erguían entre el fango y los charcos cubiertos de nenúfares. Serpientes de agua huían al acercarse él, y millares de ranas y enormes sapos callaban su paso. Ni un ápice de viento agitaba jamás la pluma de su sombrero cuando descabalgaba. Todo era sopor y quietud. El aire denso olía a hojas putrefactas amontonadas durante una eternidad. Sin embargo, un ave blanca llegaba a veces, volando suave y silenciosa desde donde alcanzaba su vista. Al alcanzarle la sombra del pájaro, éste giraba trazando un arco de elipse perfecto y volvía a empequeñecer hasta que temblaba y desaparecía en el brumoso horizonte.
Integral, por su parte, pensaría más tarde en qué poco había medido el riesgo, ni calculado las posibilidades de éxito de su aventura, ni la aproximación al desastre al que se vio de pronto abocada. Ni tuvo en cuenta el coste de la empresa ni las nulas previsiones de un balance positivo. Sólo una palabra se coló en su mente matemática, pero no sabía su significado, así que la olvidó. Y es que el rey del País de los Números tenía mil doscientos cuarenta y siete hijos y una sola hija, Integral. Pasaban el día contando y midiendo: el reino era próspero y ordenado. Todos los varones encontraban oficio y esposa a su medida: Uno se enamoró de Única, Siete de Séptima, Doce desposó a Docena… Era aburrido, pero funcional. Mas la princesa no encontraba a nadie de su gusto, ni asientos ni balances la hacían feliz. Una tarde dijo al padre:
—Mi Señor, quiero viajar al País de las Palabras.
El Rey hizo cuentas y le salieron collares. Con aquella hija no había forma de aclararse. Así que le dio permiso y puso a su disposición al Cuerpo Real de Alabarderos. Pero Integral decidió ir de aventurera solitaria. Sin equipaje, montó a su rocín blanco purísimo, Infinito, y galopó hacia el bosque que marcaba la frontera entre ambos reinos. Al anochecer, una niebla a jirones bajó de las montañas. Ella ató al corcel a un arbusto y trepó hasta acomodarse en un viejo álamo, a salvo de la humedad del suelo. Los ojos redondos de un búho vigilaron su sueño.
Como en todos los cuentos, Integral y Seudónimo se conocieron, enamoraron, fueron felices y tuvieron muchos inventarios. Sus reinos se mezclaron y, con la unión de métrica y rima, surgió la Poesía. Redondillas, silvas y sonetos proclamaron la República: su primer decreto fue en honor al verso igualitario y libre. Nuevas aventuras se gestaban, y no sólo en el y principesco —ahora sólo honorífico— vientre, pero éstas serían cantadas en romances, seguidillas e, incluso, alguna que otra oda triunfal».
Miguel releyó lo escrito y suspiró. Valiente tontería. Cuando uno no está inspirado, no está inspirado. Hizo una bola con ellos y la tiró al fuego que ardía al otro lado de su escritorio. Tomó uno nuevo, mojó la pluma en el tintero, mordisqueó un poco la punta y escribió:
«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor». A ver si un caballero chalado le daba más juego. Una pavesa saltarina, una palabra del cuento que ardía, brilló y se coló en ese momento en el cerebro de Cervantes.
Relato premiado en el Concurso del CPEPA Alfindén.