Lo que cuentan las manos
En el sur, una gitana me leyó en las manos el pasado y predijo mi futuro cuando yo aún era joven. Algo acertó; el resto, no. Desde entonces me fijo en ellas. En cómo son y qué me dicen de la persona a la que pertenecen. Si grandes o pequeñas, si firmes o temblorosas, si gesticulan y muestran o esconden y ocultan. Casi siempre adivino más por ellas que por las palabras, al menos cuando acabo de conocer a su propietario.
Por eso sé que hay manos que cuentan vidas mejor que un libro: he encontrado manos que tiemblan y manos que bailan. Manos trabajadas o demasiado finas. Manos que sufren y se agarrotan o que se quedan laxas, sin fuerza. He besado manos yertas, ya frías.
Las he amado por todas sus capacidades: manos que hacen música, manos que escriben, que pintan o dibujan, que tallan, que construyen. Manos que siembran y cosechan. Manos que bendicen, orientan o dirigen. Manos que saludan y acogen. Manos que curan. Manos que ayudan, manos unidas, cadenas de manos.
Encontré también malas manos: manos que roban, que señalan, que acusan; manos que llevan armas, que golpean, hieren, matan. Nos alejamos de ellas. Las denunciamos cuando fue necesario.
Admiré todas sus representaciones: manos prehistóricas trazadas en cuevas, manos esculpidas, pintadas en lienzos, grabadas en bronce o talladas en piedra y madera. Manos que son símbolos culturales y religiosos.
Encontramos manos que nos enseñaron nuestra historia, que nos hicieron investigar y discutir.
Mi mano preferida tiene letras y un alfabeto indescifrable. Aunque todos los orígenes están en la palabra, en el principio fueron las manos. Aprendimos a hablar con ellas. Conversábamos con gestos, con trazos, con dibujos.
Amé una vez a unas manos que acariciaban, mecían al hijo y después fueron maestras de palabras. Mi niño nació sordo y las manos fueron voz.

Texto premiado en el concurso de narrativa organizado por el Club de lectura de Lizoain-Arriasgoiti y Urroz-Villa